Vedi Napoli e Poi Muori… ( ver Nápoles, después morir) Goethe, en su libro «Viaje a Italia de 1787«, lo escribió, al parecer tras visitar Pompeya. Y quizás no le faltara razón. A finales del siglo XVIII Italia era la Meca de cualquier persona culta de la época. Pasión y obligación de todo diletante. En enero de 2019 unos cuantos amigos de Oneira club de viajeros nos embarcamos en un viaje express a Nápoles y Costa Amalfitana.
Nos asomamos antes por la Ciudad Eterna. Como todos sabemos, somos romanos; sin lugar a dudas ¿Quién no se siente bien en tierras romanas? Decidí que debíamos conocer una Roma menos habitual, alejada de las colas y los turistas más convencionales. El lugar de Roma que más me sedujo fue la actual Basílica de San Clemente, una matrioshka de templos sucesivos. Con sus frescos y mosaicos medievales, podemos imaginar una iglesia anterior, que fuera también iglesia mucho más antigua del s. IV. Y si nos seguimos remontando en el tiempo descubriremos aquí mismo un templo pagano dedicado a Mitra. En los sótanos de la Basílica encontramos el que pudo ser el primer templo dedicado a los misterios de esta divinidad, Mitra (mitreo), que pude ver desde el enrejado, con un fascinante altar con relieve representando a la divinidad sacrificando un toro (Mitra Tauróctonos) apenas visible. Un mitreo precioso, en semioscuridad. De no ser por la adhesión del emperador Constantino al Cristianismo probablemente llevaríamos ahora estampitas de Mitra en el bolsillo en lugar de vírgenes o santos.
Nápoles es la ciudad protagonista de nuestra pequeña y onérica historia viajera. Nápoles destila sabor español por sus calles; el apellido Borbón resuena con fuerza dado que durante el reinado de Carlos III de España, también rey de Nápoles, dejó su impronta hispana en esta sorprendente ciudad. Nápoles también fue amada por Stendhal, como dejó dicho en su libro “Roma, Nápoles y Florencia” de 1817. La comparó con París y afirmó que era la ciudad más bella del universo. Y de todo lo bello que vieron mis ojos me quedo con el Cristo Velado de la Capilla Sansevero, recostado delicadamente sobre su túmulo funerario y esculpido en 1753. De tamaño natural, escultura increíblemente bella; una joya arquitectónica del arte mundial que no debéis dejar de ver si visitáis Nápoles. Muestra un Cristo yacente cubierto de un finísimo velo, un sudario casi transparente. La rigidez de la figura se quiebra con el rostro etéreo vuelto a la derecha. Cincelado en mármol en un único bloque de piedra, obra del creador Gioseppe Sanmartino. Nuestro guía Eugenio nos remitió a historias esotéricas y conspiranoicas, hablándonos de magia y del enigmático Raimundo Di Sangro. Situando la Capilla de Sansevero a medio camino entre Jerusalén y Santiago de Compostela y entre las Pirámides de Giza (que pronto visitaremos) y el monumento megalítico de Stonehenge. Ahí es nada.
Al día siguiente continuamos aventura por las curvas más sensuales del mundo, fotografiándolas a placer. Las de La Costa Amalfitana. De todas las poblaciones costeras, quedé prendado de Ravello, levantado en lo alto de una montaña a 365 m de altitud, asomado a la costa; con un casco antiguo de casitas de colores. Un mirador excelente de la Costa Amalfitana. Refugio de grandes artistas. Ravello, aún parece revivir los años 50 de la “dolce vita”, con Bogart, Garbo, Sofía Loren y tantos otros artistas disfrutando su particular “dolce far niente”.
Continuábamos nuestro particular periplo por La Campania. Y nos esperaba Paestum. Ciudad conocida inicialmente como Posidonia, nombre otorgado por sus fundadores, los griegos de Síbaris. Recordemos que en muchos rincones de la antigua Roma se hablaba griego, no sólo latín. Paestum, fue uno de ellos. Un pedazo de Grecia enclavado en Italia, aunque con restos de ambas civilizaciones, griega y romana. No en vano los romanos, algo envidiosos, siempre quisieron parecerse a los griegos. Impresionan los templos que se levantan orgullosos en una planicie de ruinas dispersas, destacando los de Hera, Apolo y Atenea. Ver este lugar sin las hordas de turistas estivales es un verdadero placer. Querría señalar lo que me produjo más emoción en esta visita. El Museo Arqueológico anexo al yacimiento. Fue una delicia para mí revisar las distintas figuras de cerámica y los frescos maravillosos que se encuentran allí expuestos. El que más llamó mi atención fue la Tumba del nadador-saltador, metáfora del paso de la vida a la muerte de un joven. Me fascina esta grácil figura. Se cumplen 50 años de su descubrimiento y hay una historia bonita detrás, aunque algo trágica. Una familia aristócrata local, en el s. V a. de C., recibe el cadáver de su hijo muerto en la guerra de Sibaris. La madre cubre los ojos de su hijo con las primeras rosas de Poseidonia (Paestum, nombre actual), de las que Virgilio glosaba su magnífico perfume y su doble floración. El padre encargó la sepultura más rica, buscando los mejores pintores, capaces de dibujar las escenas más conmovedoras. La sepultura, la tumba, es un lugar sagrado. Sobre todo para los iniciados en los misterios órficos: el lugar de la transmutación de la muerte a la resurrección según la creencia antigua. El resultado es la figura del personaje que se zambulle en el agua, que decoró la sepultura de su hijo. Turbador.
Extraordinaria la visita a Pompeya, una ciudad romana inmóvil en el tiempo, sepultada por las cenizas del Vesubio, recordándonos la implacable fuerza de la madre naturaleza; conservando así magníficamente la configuración urbana de sus calles, las casas, los frescos, los espacios públicos; inmortalizando a sus habitantes en las posturas más trágicas. Una anécdota. Nuestros guías hacen una broma cuando los turistas visitan el lupanar en temporada alta: “siempre hay colas en el lupanar aunque lleve dos mil años cerrado, sin actividad…”.
No os lo he dicho, pero este fue nuestro primer viaje Oneira. Fue un viaje muy especial para mí y ha sido genial compartirlo con vosotros.
¡Hasta el próximo viaje amigos!
Alberto Bermejo
ONEIRA club de viajeros
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