Para conocer mejor el alcance y la profundidad de la cultura del pueblo que vamos a conocer con ONEIRA en Semana Santa de este año en nuestro viaje a la China Imperial, compartimos este artículo de A. Bermejo Vesga, buen conocedor de la historia del Pensamiento en el país que visitaremos. Fue en el período antiguo donde se crearon y se desarrollaron las dos grandes corrientes que ejercerá una influencia crucial y aún viva sobre el pensamiento chino: el Confucianismo y el Taoísmo. En el momento de su nacimiento, entre los siglos V a. C. y el III a. C. estas corrientes apenas fueron una entre las numerosas escuelas que había entonces. Sigue leyendo en nuestro Blog ONEIRA para conocer el artículo completo.

Tal era la situación que esa época fue apodada por muchos estudiosos chinos como la época de las “Cien escuelas”. Como viene a ser costumbre en la historia del pensamiento, las grandes corrientes brotan de años convulsos, y esta historia no podía ser diferente. A causa de numerosas guerras y cambios sociales, el sistema feudal comenzó a resquebrajarse. Muchos funcionarios, exponentes de diferentes ámbitos del pensamiento, tuvieron que abandonar sus puestos y mezclarse con el pueblo llano. A causa de la necesidad, no tuvieron otra alternativa más que ganarse la vida como “maestros”.

Uno tipo de estos especialistas que se quedaron de la noche a la mañana sin trabajo fueron los ru o letrados. Tenían a su cargo la transmisión de los clásicos y la práctica de las ceremonias y la música. Confucio fue el primero de ellos que reunió discípulos procedentes de diversas escuelas. No se consideró a sí mismo creador de una corriente, sino transmisor de unas enseñanzas que provenían de hombres venerables que le precedieron. Su pensamiento y principios se encuentran reunidos en el Shujing, el tratado canónico que inspira la escuela de los ru. Este conjunto de sabiduría sapiencial y moral práctica se resume en un conjunto de preceptos que los hombres de Estado han de obedecer:

  • Amar al pueblo y procurar renovarlo moralmente.
  • Se ha de obedecer con superior respeto al soberano.
  • Se ha de cultivar la virtud personal y tender sin cesar a la perfección.
  • A esta virtud y perfección se llega a través de la observancia del sendero “Justo medio”
  • Se ha de tener en mente siempre las dos clases de inclinación propias del hombre: las de la carne y las de la razón.
  • Se ha de practicar los deberes de las cinco relaciones sociales.
  • Y, por último, se ha de tener por objeto final la paz universal y la armonía general.

El prestigio de Confucio es el prestigio de un compilador, comentarista o editor. Los textos de Confucio no son suyos, sino que son documentos antiguos que recogen antologías, máximas y diálogos transcritos por sus discípulos después de su muerte. Su figura no es la de un maestro espiritual o un profeta religioso. Numerosas citas atestiguan como él “nunca hablaba de sucesos extraordinarios o espíritus”. Aunque esto tampoco lo convierte en un apóstata. Al contrario, Confucio no se alejaba de la tradición religiosa de su pueblo, a la que obedecía con gran escrúpulo, hasta al punto de ser considerado un experto en ritos y sacrificios.

Sin embargo, la preocupación de éste era eminentemente moral, enfocada en dirigir a las personas hacia la virtud, la benevolencia y el humanitarismo. En la búsqueda humana del perfeccionamiento moral, Confucio veía necesario dominar las pasiones y respetar escrupulosamente las normas de etiqueta y decoro. Educación, esfuerzo, dominio de sí mismo, disciplina… todo ello son valores necesarios para que el hombre superior cumpla su deber y así adquirir la tan ansiada benevolencia y sabiduría.

En suma, el papel de Confucio fue el de un reformador de la moral y el pensamiento político antiguo. Su ética tuvo como base la vida ejemplar de los antiguos soberanos, cuya virtud y sabiduría procuró a China en el pasado amplios períodos de paz y gloria.

En relación al Taoísmo, encontramos un gran signo de interrogación en su origen. Del autor del famoso tratado taoísta “Tao Te King” conocemos poco más que el nombre: Lao Zi, y aún hoy un amplio sector de los académicos duda de su existencia, considerando el texto canónico del taoísmo como una recopilación de sabiduría fruto de numerosas fuentes.

Lao Zi se distancia sobremanera de Confucio. Donde éste pregonaba el respeto por los valores sociales y los ritos, Lao Zi presenta un texto místico, tan poético como críptico, que abjura de la veta conservadora del Confucianismo. Como se refleja al comienzo del libro “El Tao que puede ser nombrado, abarcado o expresado no es el verdadero Tao”. Inefable, el Tao es una realidad de la cual emerge el cosmos, previa a la formación del Cielo y la Tierra. Es silenciosa, ilimitada, se resiste a definición. Abarca la totalidad de lo existente, es la materia prima que constituye todo y más. Es la gran unidad, el uno sin segundo que trasciende todos los contrarios. Por ello, el sabio verdadero rechaza todas las distinciones y se refugia en el cielo. Rechaza el listado de categorías y la enumeración de virtudes de Confucio, el núcleo de la filosofía taoísta es la suprema simplicidad. El sabio debe regresar al Tao, pero ¿cómo? Conociendo lo permanente se abarca todo, y si se abarca todo, se alcanzará la ecuanimidad. Ser ecuánime es ser universal y así uno puede volverse uno con el Cielo, con el Tao. El taoísmo a tal efecto defiende el “Hacer nada” (wei wu wei), la no intervención en el curso natural de las cosas, no hacer nada que no sea espontáneo, natural. La acción ha de ser libre de toda predeterminación y apetencia. Tal precepto alcanza hasta al mismo soberano. Cualquier iniciativa por su parte, por el contrario, solo desequilibraría el curso natural de las cosas.

 

Lao Zi, por tanto, es un perfecto contrapunto a las preocupaciones tan mundanas y terrenales de Confucio. La abstracción y misterio de su misticismo confiere al “Tao te King” una sorprendente novedad que le permite aún hoy en día ser objeto de fascinación y estudio. De similar modo que en la pintura de La escuela de Atenas, la mano de Confucio como la de Aristóteles apunta a la tierra, a los entresijos de la vida pública, la política y en el quehacer diario del ser humano; mientras que Lao Zi, como Platón en el fresco, apunta hacia arriba, a los abismos insondables de la espiritualidad y lo divino.

A.  Bermejo Vesga

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